Quien se aventure a abrir el libro que tiene en sus manos y permita que un mínimo de curiosidad lo sumerja en su mundo, encontrará tres apartados enlazados por un sesgo que perdura en su insistencia: en cada capítulo, un paciente y un recorrido sin otro propósito que deambular en territorios inciertos –jugando a jugar– dejándose acompañar por autores y textos entre los que el autor se empecina en tejer cierta intertextualidad informe. Se trata de un analista que insiste, por momentos caprichoso, en buscar apostando a ver donde pareciera no hay.

Un analista que se permite embarrar con la producción polisémica de una multiplicidad de pacientes de diversa complejidad en relación con sus padecimientos afectivos. Sentidos, lugares, espacios y su propia vulnerabilidad visitada a lo largo de todo el texto.

El jardín de infantes y las difi­cultades de adaptación, la indiferencia subjetiva frente a la obstinación sorda, el acontecer en el suelo del consultorio entre chiches y encendidos emocionales que respiran vida, la intervención en la escuela siempre en las fronteras de toda situación posible, el lugar de los padres y su posible valor terapéutico, lo traumático desde el abuso sexual hasta una niñez expropiada, las fallas del analista, la pausa y la reparación siempre lúdica, la supervisión que produce trabajo y neoescritura potencial cuando, una vez más, la vida psíquica de niños y niñas entra en serio riesgo y el jugar arranca.

Tal cual lo menciona Ricardo Rodulfo en su prólogo, hay muchas maneras de leer este libro, una de ellas sería pensarlo como una serie de cuentos cortos, donde de ningún modo pretende proporcionarnos las claves psicoanalíticas del caso; sino más bien intervenir con nuestro pensamiento haciéndonos producir síntesis propias. Se trata de un texto pensado desde la salud y no desde una concepción reductora psicopatologizante.