A finales del siglo XVI, en África Oriental la civilización swahili vivía un momento de esplendor. Árabes, portugueses, persas y otomanos entrecruzaban sus destinos con las tribus africanas al ritmo de los monzones, que henchían las velas de multitud de barcos para llevar ingentes riquezas, la cultura, la religión, el amor y la guerra hasta las más remotas costas del Lejano Oriente. Pero en las profundas selvas del interior germinaba la amenaza del mal. Algo casi inhumano, entre la sinrazón y la violencia despiadada, como un huracán capaz de de borrar de la faz de la tierra aquel mundo de mercaderes, guerreros y marinos que ya citaban, como un lugar mítico, antiguos navegantes romanos.
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