Hay libros que llevan un reloj interior, una invitación a entrar en otro tiempo. Eso sucede en Una clase de escritura: entramos en un tiempo extrañamente cotidiano,
que suena solo / por dentro.
Una escritura povera, hecha con versos pequeños,
porque cada palabra / se ve, / se toca, / se puede probar.
Palabras que, al bailar, se convierten en materia;
que pasan de materia a imagen,
y luego vuelven a ser palabras, casi sin que nos demos cuenta,
en un espacio / que pueda ser una medida.
Baile, deseo... es decir, aire.
Aire de pensamiento que busca hacer un sentido-río hacia algún lugar.
Avanzamos escuchando sonidos sencillos, conmovedoramente sencillos:
hola, sí, ey, / ¿funciona?, no funciona; / probando uno, dos, tres…
Y la forma, la estructura, la sintaxis —también aparentemente sencillas—
hacen que ocurran ideas complejas, sombrías, desternillantes.
Ideas que te traspasan, que te dan un poco la vuelta,
y que siempre dejan un hueco,
algo imposible de rellenar.
Ese hueco se alarga, como un túnel,
se alarga y discurre poema a poema.
¿Habla el libro de ese hueco?
¿Estos apuntes / y notas sueltas / quiero que sean así: / que al pasar / a su lado, / distraída, / al menos ladren?